domingo, noviembre 9, 2025
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Tierra, poder y lobby: el campo en Argentina y EE.UU. resiste a la innovación

A la hora en que Palermo todavía huele a pasto mojado y a pintura fresca de puestos, se abre el portón de la Rural y la ciudad, por un rato, parece recordar quién fija los bordes de lo posible. Del otro lado del continente, en Montana, la misma escena se repite sin turistas ni flash: un galpón, un caballo atado, un consejo que no habla fuerte pero se oye lejos. Entre ese club de ganaderos y los pasillos de la Avenida del Libertador corre un hilo viejo: la tierra como último árbitro.

  • La propiedad rural opera como un poder de veto que trasciende gobiernos y ciclos económicos.
  • En Estados Unidos, la influencia se articula en organizaciones como la National Cattlemen’s Beef Association; en Argentina, la Sociedad Rural funciona como espejo histórico.
  • El conflicto por la Resolución 125 (2008) dejó una marca: el “campo” como actor federal capaz de torcer políticas.
  • La promesa de vender carne argentina a EE.UU. reaparece en campañas, pero choca con barreras políticas, sanitarias y simbólicas.
  • La modernización tecnológica avanza, aunque encuentra resistencias dentro del propio ecosistema productivo.

La escena de Yellowstone que muchos recordaron en estos días no es sobre whisky ni bronca, sino sobre mapas de poder. Allí, una heredera de un imperio ganadero enumera, con acidez y precisión, cómo la riqueza se amontona lejos de los rascacielos. La serie no es un western cómodo: es un parte de guerra sobre quién manda cuando se apagan los discursos. Y el veredicto es incómodo para el siglo de los algoritmos: manda el suelo.

En Estados Unidos ese suelo tiene oficinas, siglas y abogados. La National Cattlemen’s Beef Association es el nombre público de un sistema que trabaja hace décadas para mantener protegido un modo de producir, comerciar y vivir. En Buenos Aires, el equivalente es menos de mármol y más de costumbre: la Sociedad Rural, fundada en el siglo XIX, con su Feria de Palermo como rito de ciudadanía agraria. Ambas instituciones, con estilos distintos, sostienen una idea que llegó con las carretas y no se fue con la fibra óptica: la tierra no es un activo, es una frontera moral.

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Por eso cada presidente que cruza Libertador para explicar un programa agropecuario repite un gesto que no necesita protocolo: pedir permiso. Es un lenguaje de señales. En Montana, los políticos visitan ranchos centenarios; en Buenos Aires, posan entre cabañas premiadas. No es sumisión, es reconocimiento del poder real. Y cuando ese reconocimiento falla —como aprendió el kirchnerismo en 2008— no desaparece el poder: se organiza. La 125 no fue solo una disputa por retenciones móviles; fue una demostración de músculo federal, de rutas cortadas y pueblos detrás de las tranqueras, de intendentes mirando el termómetro del asfalto y del ánimo.

La venta que no fue

En ese marco, cada tanto aparece la promesa de exportar carne argentina a Estados Unidos como si fuera una puerta que se abre con marketing y buena voluntad. Es un recurso de campaña, un guiño a la épica gaucha y a la caja de dólares. Incluso cuando un candidato norteamericano agita el tema —para apretar a su propio lobby ganadero— el asunto tiene más de gesto que de negocio. No es solo arancel o protocolo sanitario. Es una línea invisible: la de un altar que se defiende.

El rancho estadounidense no compite con cualquiera. La normativa, las cuotas y las prioridades arman un cerco donde entran, de manera preferencial, socios vecinales y flujos previsibles. El resto, a lo sumo, roza el borde. Los western clásicos ya hablaban, a su modo, de ese cerco. En The Searchers (1956), el personaje de Ethan Edwards vuelve de la guerra sin poder habitar otra cosa que el horizonte del rancho. El retorno es imposible porque la tierra lo retiene. Yellowstone retoma esa idea y la trae al presente: la batalla ya no es solo contra forajidos, sino contra bancos, funcionarios y reclamos ancestrales. El disparo no resuelve; apenas retrasa la pregunta principal: quién puede decir “esto es mío”.

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El veto de la tierra

Ni la bolsa de Nueva York ni una ronda de inversión en San Francisco tienen la persistencia de un alambrado bien puesto. Podés ver el precio de la soja moverse como un electrocardiograma, pero esa hectárea que tu abuelo desmontó sigue ahí, como una firma. De ese apego nace una fe en lo material que no se discute con powerpoints. Y de esa fe, un veto: lo que contradice el orden del suelo se negocia hasta que se parezca al suelo o no se hace.

Ese veto no es solo económico ni gremial. Es cultural. Por eso, cada vez que la política intenta mover fichas sin leer ese mapa, el tablero se le cae encima. Hay una paradoja que pesa: el campo protege a la Argentina cuando el mundo aprieta, pero también la encierra cuando hay que abrir puertas nuevas. No es un juicio, es un dato de comportamiento que atraviesa gobiernos y discursos.

Algoritmos contra sogas

La modernidad trajo promesas de drones, sensores y modelos predictivos que, en los folletos, parecen una revolución sin barro. Parte de eso ya está en el lote: agricultura de precisión, genética, trazabilidad. Sin embargo, el corazón del sistema late al ritmo de la soga y del oficio. Ahí aparece la fricción menos comentada: muchas startups del agro encuentran más trabas adentro de la tranquera que en una ventanilla estatal. No por ignorancia, sino por prudencia: el productor que arriesga todo con el clima y un precio internacional volátil no adopta a ciegas. El costo de equivocarse en una campaña no se paga con crédito barato.

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El resultado es una convivencia desigual. En Expoagro brillan los stands y abundan los demos; después, en la cadencia del campo, manda la experiencia. Las élites agrarias resisten porque ven, tocan y cuentan vacas. Es un activo que no caduca con una actualización de software. Los datos fluctúan; la tierra permanece, dicen con orgullo. Y tienen razón en una parte. La otra parte es el riesgo de quedarse mirando el mismo horizonte hasta confundirlo con una pared.

El precio de quedarse

Reafirmar el culto al suelo consolida un refugio en tiempos agitados, pero recorta, a veces sin quererlo, el catálogo de futuros posibles. El estanciero que no vende ni fracciona su campo y el presidente que busca la bendición de la Rural comparten una intuición: mejor lo conocido que el salto. En esa lealtad hay belleza y coraje; también melancolía. El progreso, cuando no logra combinar respeto por la tierra con apertura a lo nuevo, se vuelve un círculo cada vez más chico.

Tal vez por eso la escena de Yellowstone pega cerca. En ese club de ganaderos donde sobran dólares, nadie parece verdaderamente libre. El poder que no se deja fotografiar mantiene a todos dentro de su corral, incluso a los que lo administran. Y ahí, en ese orden que no firma decretos pero decide, respira una definición de poder moderna y antigua a la vez: un feudo que sigue en pie mientras las modas pasan y los algoritmos se vuelven polvo.

In memoriam John “Ethan” Wayne.

Facundo Samba
Facundo Samba
Facundo Samba es un escritor cuyos artículos destacan por su profundidad y compromiso. Tiene un máster en periodismo de investigación por la Universidad de Buenos Aires y le apasionan los temas políticos y económicos y las tendencias sociales. Antes de incorporarse a Radio Pública, Facundo trabajó como periodista freelance y colaboró con varias publicaciones internacionales, especialmente en temas relacionados con los derechos humanos y la justicia social.Su escritura crítica y analítica ofrece una visión clara de los problemas contemporáneos, lo que le convierte en un colaborador clave del equipo editorial. Sus escritos son muy apreciados por su capacidad para ofrecer nuevas perspectivas sobre cuestiones de alcance mundial.Para ponerse en contacto con él, envíe un correo electrónico a facundo.samba@laradiopublica.com.
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